
Esta mañana he recibido la visita de una pareja interesada en comprar mi coche zen de toda la vida, un Beatle que ya tiene 20 años, pero que sigue reluciente como el primer día, con un motor de 150 cv que me hace sentir más joven de lo que soy, y un espacio interior lleno de luz y amabilidad por el diseño curvilíneo y grandes cristales que incluyen el cielo sobre mi cabeza.
Antes de seguir, debo confesar algo: esta noche no dormí muy bien, me desvelé a mitad de noche y la cabeza me saltaba de tema en tema, teniendo como base recurrente la venta del coche. Me da pena separarme, me ha acompañado en tantos viajes, con diferentes amores o solo, de reencuentro conmigo mismo… Mi primer coche y probablemente el que recuerde toda la vida.
Y sigo, como iba a llover a la hora a la que nos veíamos, tampoco me parecía muy procedente hacer un lavado serio del coche, por lo que se me ha ocurrido limpiar con una gamuza el polvo de las encinas en flor. Mientras empezaba a limpiarlo, mi mente errante me preguntaba si el comprador se animaría a pagar lo que el mercado dice que vale, que tampoco me compensa emocionalmente la partida, pero es más de lo que muchos querrían pagar por un coche de esos años, (incluso si funciona perfectamente). En medio de la reflexión, se me ocurrió que quizás la venta no salga, pero el sentido de la visita era que aprendiera algo de esta pareja, que debía tener los ojos y oídos bien abiertos.
En esas me di cuenta de que mi forma de acariciar el coche con la gamuza nada tenía que ver con un hombre y un utilitario (algo inánime, de lo que se saca un uso, una utilidad), más bien era como un masaje lleno de cariño, como romper las olas de mi mar sobre sus montañas, que suben y bajan de esos alerones curvos, redondos cual Botero, y aerodinámicos como una flecha. “¡Qué exagerado!”, Dirán muchos, pero si, en ese trance salí de mi mente, desperté y resurgió un amor antiguo.
Me recordó al vínculo emocional tan bonito que hicimos con aquel viejo seiscientos de mi infancia, que tantos años nos acompañó, con tantas alegrías, al que acariciábamos en las cuestas cuando al final de su vida, ya no podía más, pero él se esforzaba por llevarnos hasta casa siempre, momento en el cual se apagaba, se rendía a la avería, que una y otra vez repararon hasta que perdió todo sentido y nos despedimos con honores de hijo predilecto.
Si, mis padres me enseñaron a amar las cosas, y mi coche zen ha sido una de las que más sentido de alma me ha traído, en un sistema de consumo y desecho rápido, sin corazón, donde parece que todo está al servicio de uno, pero no nos vinculamos con nada, como si nos fuera un privilegio innanto, como si el mundo estuviera al servicio de uno porque paga, pero sin estar despierto, sin emocionarse, sin agradecer, sin amar todo lo que uno hace, toca, transita.
Echo la vista atrás, y mi Beatle no solo fue el coche el que tanto me hizo sentir en mi casa espiritual, durante viajes solo o acompañado, sin prisa, disfrutando de paisajes españoles y europeos, también lo fue aquella ventana a poniente en mi habitación de la casa de mis padres, donde casi todas las tardes contemplaba el atardecer con atención plena, sin saber que ese concepto daría sentido a mi vida profesional décadas más tarde. Igual fue mi experiencia en mi habitación universitaria de Paris, la suite royale decían mis compañeros por el amor que le puse a una habitación cochambrosa de una cochambrosa residencia universitaria a las afueras, con vistas al manicomio, la agencia de desempleo y el psiquiátrico.
La gente deseaba entrar y permanecer en mi habitación, como un lugar reparador, ¿por qué? Quizás tuvo que ver con que en vez callarme y apechugar, protesté y la hice pintar, compré un retal de moqueta y una colcha, recuperé un sillón de la universidad que iban a tirar, ponía música sacra y cuidaba con mimo el ambiente y la energía del lugar. La mayoría de la gente, sin embargo, se limitó a sobrevivir en sus habitaciones sin ningún tipo de cariño hacia el lugar, conviviendo con las cucarachas kafkianas, pero sin transformarse ellos mismos.
Sí, mis padres me enseñaron a poner el corazón en la vida, incluyendo amar los objetos. Algunos se escandalizarán por la “frivolidad” de hablar de amor con un coche, pero seguramente son esos que apuntan tan alto en el amor, que nunca nada les movió algo parecido. Vivan los friquis del mundo, cada uno con lo suyo: sus comics, sus viejos juguetes, su equipo de futbol o de cricket, la cerámica de mi padre, las fotos de mi madre, o la jardinería de “áridos”, piedras, que llena mi jardín y la iconografía del mundo con mensajes de serenidad entre guijarros y arena (aunque también los haya con vegetación). Mi mujer está apasionada con hacer crecer melones desde las semillas de uno que nos comimos en casa. Mi hijo puede hablar durante horas de los personajes de plástico de Amongus, con los que evoca mundos de fantasía y relaciones entre ellos, que le hacen disfrutar de una manera envidiable. Mi hija pone todo su corazón en salvar al pajarito que encontró en el suelo con un golpe de calor. ¿Y tú, dónde te apasionas-despiertas?
¿Amar las cosas implica apego? Claro, yo soy así, me vinculo, y llegado el momento la vida manda, y me despido del objeto para vivir otras cosas, como Marie Kondo. ¿Acaso amando las cosas me estoy separando de un camino propiamente espiritual? No lo creo, porque me hace sentir vivo, presente, disfrutón, despierto a lo que acontece, abierto a compartir, y sobre todo sentir que soy algo más que ego, que puedo ser el coche trazando curvas perfectas, la habitación sagrada (sancta sanctorum), la estética del arte al que asisto o reproduzco, un animal o incluso un cliente de psicoterapia al que me vinculo, y desvinculo. Gracias de corazón a la vida, que me da tanto.
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