Lecciones desde el monasterio budista zen de Thich Nhat Hanh
Por Jorge Urrea

Cuando le dije a mi mujer que quería ir a la cuna del Mindfulness en Europa a pasar una semana conviviendo con los monjes me sorprendió gratamente y me dijo que ella y los niños venían conmigo, que nos sentaría bien a todos, incluidos los niños, que según ella aprenderían técnicas de concentración. (tanto mi hijo como yo, tenemos un poco bastante de dispersión, o lo que ahora llaman a veces déficit de atención).
Nuestra llegada al monasterio budista de Thich Nhat Hanh cerca de Burdeos fue amorosa. Nos esperaban muchos monjes y “benevolentes” (voluntarios), deseando que tuviéramos una toma de tierra agradable. Sin embargo, la austeridad del lugar, las duchas comunes, sucias la mayor parte del tiempo y con arañas (las limpiaban voluntarios y las compartíamos muchos), la pintura que se caía, la falta de cerradura en la habitación, fueron shocks para unos u otros, más o menos fáciles de incorporar. Para mi fue bastante fácil, tenía un aire de ya vivido, quizás en otra vida, excepto al principio su comida, vegetariana con muy pocos cambios, que era todavía más restringida para mi por el hecho de ser muy intolerante al gluten, y eso reducía mi carácter goloso a básicamente patatas, arroz y zanahoria y una deliciosa ensalada con productos de su propia huerta. La gran novedad para los niños era el rito de comer en silencio y en “familias”, grupos asignados por afinidad cultural, y acompañados por al menos un monje, que también nos acompañaría espiritualmente esa semana.

Cada uno se dirigía en “noble silencio” al buffet y tomaba en actitud meditativa lo que deseaba. Después nos sentábamos en silencio bajo un árbol, a esperar que el monje sonara la campana para empezar a comer todos, escuchando de fondo los pocos sonidos de un lugar recóndito de la campiña francesa. Ese proceso en silencio, con conciencia, a mi me dejaba en calma, para poder sentir realmente qué quería y cuanto necesitaba comer, y de qué manera y ritmo también. De la austeridad de la comida y el silencio solo puedo dar las gracias. Elegí solo lo que necesitaba comer, y luego mastiqué y disfruté de lo que allí tenía, apreciando texturas y olores, una experiencia digna de un restaurante Michelin. La nutrición del alimento no viene solo de lo que digerimos, también de cómo nos relacionamos con él, de cómo lo atacamos en boca, olfato, nuestra actitud durante la ceremonia sagrada que debería ser (más cuando la mayoría de las dietas llevan animales que han dejado de existir para que nosotros podamos comerlos, y es que no porque compremos los paquetes de filetes en el supermercado significa que detrás no hubo un animal). En fin, la experiencia de comer mindfully, en atención plena, en contacto con mi necesidad y el alimento, sin ruido, es un regalo que sugiero que todas las personas, más las que tienen desórdenes alimenticios, practiquen gradualmente, hasta que su relación con la comida y su cuerpo sea amorosa y respetuosa.

Antes de seguir con el viaje en el monasterio, quiero adelantar nuestra comida al salir de allí. Fuimos a un hotel de lujo en la misma playa de San Juan de Luz, donde el precio garantizaba satisfacción, ¿o no? Llegábamos con los sentidos abiertos, limpios, y nos encontramos que la habitación olía entre tabaco y alcantarilla. Protesté, pero no podían cambiarnos de habitación, ya que el hotel estaba lleno. Intentaron camuflar el olor, pero la experiencia fue muy desagradable, por muy lujoso que pareciera todo. A la hora de comer, nuestra primera experiencia fue mirando el mar, lo que es en sí, otra experiencia maravillosa de no ser porque al ser servidos, dependimos de una insatisfactoria espera a que la camarera dejara de charlar con sus compañeras y nos atendiera, lo que demoró 40 minutos la llegada del primer plato. En el monasterio, al no ser servido en mesa, eso no pasaba, y como yo no lo necesito, ganas me dieron de ir a la cocina yo mismo, pero claro, culturalmente habría resultado incomprensible. Ser servido porque uno paga tiene su beneficio, y su coste…

A la hora de elegir plato, más insatisfacción, porque puedes elegir mucho más que en el monasterio, y eso genera una ansiedad y ruido, efecto perverso de tanta opulencia. Además casi todos los platos llevan gluten, por lo que respiré mi resignación tratando de convertirla en aceptación como podía. Tras simplificar la elección al máximo, y renunciar a tantas cosas apetecibles, me plantaron delante de un trocito diminuto de pescado limpio en un plato muy grande con tres manchitas verdes tipo Miró, que prometía ser poco para los 28 euros del plato La angustia de ir a quedarme con hambre, hizo que no consintiera, reaccionara a tiempo, me expresara y pidiera más. Así hicieron, pero con otro trozo igual de diminuto, y me quedé con hambre, enfado y 50 euros menos por cabeza. Ya no estaba muy zen.

Tratamos de adaptarnos al hotel lujoso por la belleza del mar y el encanto del pueblo, pero tras 5 días le propuse irnos a mi mujer, un día antes, y le pareció estupendo. Loada sea la sincronía. Pasamos menos tiempo en el hotel que en el monasterio, con menos paz, disfrute y presencia. Una contradicción, que ahora reviso e interpreto bajo la luz de la sociedad de consumo y como provoca insatisfacción permanente. La austeridad y los límites tan claros del monasterio, hicieron que la loca carrera del deseo se parara por unos días, abriendo el espacio para la conexión profunda con el ser, con la harmonía y belleza de vivir la sencillez. Ole, que diga Omm.

P.D: Las dinámicas sociales y culturales que vivimos a diario, nos llevan lejos de un lugar así, claro. De hecho, hay dos anécdotas graciosas que merecen ser contadas: mi mujer, que necesita tener un café por vena antes de empezar a hablar por las mañanas, sufrió la ausencia del mismo, con su carácter estoico más que paciente, y el día que se encontró a 4 monjes preparando un café clandestino en una tienda de campaña, tuvo la oportunidad de trabajarse la gestión de la envidia, emoción extensa e intensa en nuestro país. La segunda fue que al ir a guardar las maletas en el coche para irnos, vimos que alguien había dejado una caja de pizza junto a una caravana, en el parking. Nuestras tripas reaccionaron inmediatamente. El cuerpo tiene hábitos que incluso tóxicos como el alcohol o la nicotina, reclama. Los mojes hicieron un encuadre del retiro muy rígido, para que nos sirviera a todos, pero en ningún momento miraron con juicio al que no pudo sostenerlo, más bien lo contrario, su mirada fue siempre compasiva, con las pequeñas veleidades que uno necesita para su propio camino. Yo por ejemplo, cansado de levantarme a las 5 de la mañana para ir a meditar, una tarde me quedé echando la siesta, y al monje de nuestra “familia” le pareció estupendo. Gracias por no juzgarme.

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