Hemos vivido años de gran prosperidad incluso cuando no sabíamos que así era. Comíamos, viajábamos y disfrutábamos de un ocio con pocos límites en comparación con los que vivieron nuestros padres, y muy lejano de aquel de nuestros abuelos. Los más pudientes tomaban aviones para ir más lejos, porque eso debía ser mejor, y los ultra ricos planeaban salidas al espacio, porque eso debía ser lo más. Con tanto viaje, prosperidad y expansión de límites, ¿cómo ha evolucionado nuestra capacidad de Amar?

Marisol, una clienta mía de Madrid, presentaba todas las semanas gran fatiga y dolor en el cuello, por conducir cada viernes hasta Galicia, para disfrutar del mar, o al Pirineo, para disfrutar de la nieve. Tener tres casas y un barco, suponía una obligación de disfrute, a la que no podía renunciar por mucho que yo le indicara que la veía agotada, y propusiera que se quedaran un fin de semana en casa, para disfrutar “del dulce no hacer nada”. Con su carácter abnegado por la familia. No solo se ocupaba de prepararlo todo durante horas para ir y volver de estos destinos, sino que también preparaba sándwiches caseros de pollo y verduras, para no parar en la carretera, cubriendo ella todo el trayecto como conductora (viernes y domingo), para que su marido descansara de trabajar durante la semana. Toda esa preparación la ocupaba antes de ir, durante el viaje, y al llegar a destino, donde debía desempacar todo, preparar la casa, llenar la nevera, los niños, etc.

Llega el confinamiento, y Marisol, no ve el mar ni la nieve, pero está más contenta y serena. Disfruta más de los niños, de su casa, cocina con amor, ha corrido media maratón en una cinta mecánica el sábado, y aunque se queja de no parar de hacer cosas, porque ya no tiene servicio doméstico, el saldo es positivo, al menos estas primeras semanas. Su marido está más cercano, o menos distante, la demanda más. Puede que sea porque ya no puede ver a su amante, y esté aprendiendo a encontrar más satisfacción en lo inmediato. No lo sé, porque no es mi cliente, es ella la que me lo cuenta, también con más serenidad que estos últimos meses, donde aguantó la infidelidad de él, recordando la suya propia, esperando que se le pasara el capricho, pero con la angustia de ver peligrar su familia, estructura, incluso sustento de vida.

Como digo, Marisol, está más contenta, y me pregunto si este adjetivo, en la luz del confinamiento, no tiene que ver con la contención (contento). Tanto correr en todas las direcciones para vivir algo superior, creo que nos separa de nosotros mismos, de nuestro propio corazón, de la profundidad necesaria para encontrar el alma del otro, y de nosotros mismos en nuestro quehacer. Pasamos por la vida corriendo, y nuestros ojos se acostumbran a ver tanta variedad que dejan de apreciar, pensando que lo mejor debe venir después, superficiales en la mirada y en el sentir. La Vida en confinamiento parece que nos apretara entre sus brazos, recordando que solo en el límite, en el abrazo, podemos Amar.

¿Cuánto durará el confinamiento? ¿Cuánto necesitamos estar contenidos para aprender a estar contentos y Amar? ¿Cuántas cosas necesitamos para contentarnos? ¿Cuánto viene a quitarnos el virus para que seamos felices, en unos límites más estrechos?

Marisol ya lo tiene claro, espero que no lo olvide rápidamente, y que sepa imponerse cuando su marido la lance de nuevo a esa vida trepidante. Si Dios está intentando crearnos nuevas rutinas saludables para que aprendamos, nos quedan hasta cumplir 100 días, que es lo que dicen los sabios antiguos que necesitamos para fijar el hábito más allá del cerebro, en el corazón. Mientras, impidamos que nos “entre-tengan”, y leamos apaciblemente algo bello, interesante y profundo, como a Baudelaire, que dijo hace casi 200 años:

“Para que algo resulte interesante, basta con mirarlo largo tiempo”.

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    “Las mil y una crisis”.
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